Agitadores, by Juan Manuel de Prada.

¿Hay agitadores e instigadores violentos entre los jóvenes que en estos días se congregan ante las sedes del Partido Popular? Seguramente sí, pero no creo que esta labor de agitación e instigación explique lo que está ocurriendo. Escribía Leonardo Castellani que un hombre puede conducir sin dificultad a un caballo hasta la orilla de un río; pero ni cien hombres podrían obligarlo a beber agua, si el caballo no lo desea. Si un «agitador» aprovechase la celebración de un concierto de rock para salir al escenario y exhortar a los asistentes al rezo del rosario, lo más probable sería que fuese expulsado del lugar con cajas destempladas y algún hueso quebrado; y, si por el contrario, los asistentes empezaran a rezar el rosario devotamente, concluiríamos que era esto lo que en el fondo deseaban hacer, aunque sus desnortadas e insatisfechas inquietudes espirituales los hubiesen llevado a un concierto de rock. Un agente catalizador sólo provoca la reacción deseada cuando actúa sobre los elementos que la permiten; de lo contrario, su acción es tan inútil como arar en el mar.

Y esta realidad, tan notoria y gigantesca, es la que a mi juicio se elude cuando se trata de explicar lo ocurrido en estos días, que según me temo sólo es un barrunto o anticipación a pequeña escala de lo que nos espera en los próximos años. ¿Cómo son los jóvenes que han participado en estas algaradas y manifestaciones? Víctimas de una educación que ha dado la espalda a todas las realidades espirituales, han sido formados en la exaltación del propio deseo y —bajo una abundancia creciente de bienes materiales— en los postulados del materialismo, que alcanzan su plasmación política en el llamado Estado de bienestar, que es como se llama finamente al Estados servil que avizoró Belloc; paralelamente, y en un contexto que favorece la desintegración de los lazos familiares, esos jóvenes han sido expuestos a las radiaciones de la propaganda liberal-progresista, que ha moldeado sus conciencias desde la más tierna edad con la retórica de los «derechos» y las «libertades».

Ahora contemplan perplejos cómo toda esa faramalla se derrumba: sus deseos, exaltados por consignas utópicas a la vez párvulas y miserables, se topan con una realidad cetrina; el bienestar que durante un tiempo actuó sobre sus conciencias como una morfina, impidiéndolos cultivar las virtudes que fomentan el bien-ser, se deslíe como un azucarillo en el agua; la munición de «derechos» y «libertades» con que los dotaron, convirtiéndolos en chiquilines emberrinchados, se revela ahora inservible. Y, como ocurre siempre que a la gente se le impide ahondar en las realidades espirituales, el derrumbamiento de esa faramalla los obliga a revolverse contra quienes un día se la vendieron como una mercancía inextinguible. ¿Contra todos? No, no contra todos, o no al menos con la misma intensidad; pues durante el tiempo en que duró el trampantojo, la izquierda se cuidó de imbuirles una mitología o falsa mística que favorecía sus intereses ideológicos, según la cual tales «conquistas» se habrían logrado pese a los intentos de la «derecha opresora» por desbaratarlas o entorpecerlas. Este ha sido —digámoslo así— el líquido amniótico en el que tales jóvenes han sido gestados, la leche nutricia que los ha alimentado durante años o décadas; y, llegada la hora de vomitar toda esa plétora de progresismo enfermo que ha modelado sus conciencias —con el beneplácito, todo hay que decirlo, de una derecha cada vez más pagana y dimisionaria—, dirigen su indignación contra quienes, en su imaginario maniqueo, más fácilmente pueden ser caracterizados como «opresores».

Publicado en www.abc.es

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