Chesterton, el escritor británico a las puertas de la canonización, by Juan Manuel de Prada

En «La esfera y la cruz», el gordo Chesterton nos presenta a dos contendientes, un católico y un ateo, que pese a sus esfuerzos ímprobos no logran batirse en duelo a muerte, en defensa de sus convicciones, porque la autoridad establecida, muy tolerante y con-ciliadora, se lo impide. Obligados a convertirse en aliados, urdirán las más rocambolescas artimañas para burlar la vigilancia de esa autoridad que les impide enfrentarse; pero, finalmente, ambos serán detenidos y confinados como energúmenos, puesto que han osado perturbar la paz social con sus controversias teológicas. «La esfera y la cruz» se trata, por supuesto, de una novela alegórica que ilustra a la perfección el totalitarismo agnóstico que, so capa de moderantismo y neutralidad, acaba imponiéndose en las sociedades contemporáneas.

Contra ese agnosticismo aplanador y paralizante combatió Chesterton toda la vida, fingiendo que combatía con los ateazos peleones que se iba encontrando por el camino. Si leemos sus novelas y ensayos, descubriremos que Chesterton siempre trata a los ateos con deferencia e incluso franca simpatía; y que, en cambio, reserva su acritud para los que evitan la lucha, para esos espíritus «conciliadores» que tratan de aunar las doctrinas más diversas (sin adherirse a ninguna) y de agradar y halagar a todo el mundo. Chesterton entendía que la defensa de las propias convicciones solo se podía alcanzar mediante la disputa; pero en sus disputas, sobre sus dotes de polemista, se alza una alegría de vivir contagiosa, un amor hacia todo lo creado que se extiende también hacia sus contrincantes, quienes –aunque mohínos ante el vigor paradójico de sus razonamientos– no podían sin embargo dejar de aplaudir su gracioso denuedo.

Chesterton se entromete en los dobladillos de las medias verdades

En Chesterton conviven la sabiduría de la vejez, la cordura de la madurez, el ardor de la juventud y la risa del niño; y todo ello galvanizado, abrillantado por la mirada asombrada y cordial de la fe. En su constante exaltación de la vida (que no es hedonismo, sino confianza en la Providencia), en su perpetuo arrobo ante el misterio, en su deportiva y jovial belicosidad, subyace siempre una aversión risueña hacia toda forma de filosofía moderna, a la que contrapone el realismo de la fe cristiana: «La muralla exterior del cristianismo es una fachada de abnegaciones éticas y de sacerdotes profesionales; pero salvando esa muralla inhumana, encontraréis las danzas de los niños y el vino de los hombres; en la filosofía moderna todo sucede al revés: la fachada exterior es encantadora y atractiva, pero dentro la desesperación se retuerce, como en un nido de áspides».

Un niño que destripa un reloj

Toda la obra de Chesterton, en realidad, no es otra cosa sino una glosa de las verdades de fe contenidas en el catecismo, expuesta al modo grácil y malabar de un artista circense. Como escribió Leonardo Castellani, para poder enseñar el catecismo a los ingleses había que tener una alegría de niño, una salud de toro, una fe de irlandés, un buen sentido de «cockney», una imaginación shakespeariana, un corazón dickensiano y las ganas de disputar más formidables que se han visto desde que el mundo es mundo.

Nos descubre que el sentido común está en aquello que nadie se atreve a formular

Nada de esto le faltó a Chesterton; y con esta munición de cualidades –más alguna pinta de cerveza– cuajó una escritura luminosa e incisiva, capaz de entrometerse en los dobladillos de las medias verdades para delatar su fondo de mugrienta mentira, capaz de desvelar la verdad escondida de las cosas, sepultada entre la chatarra de viejas herejías que nuestra época nos vende como ideas nuevas.

En los libros de Chesterton, las verdades del catecismo se ponen a hacer cabriolas, se pasean por el mundo como si estuvieran de juerga, llenando cada plaza de ese fenomenal escándalo que nos produciría ver a un señor en camisón o a una damisela con bombín; y de esta aparente incongruencia que surge de la lógica más aplastante cuando se hace la loca brota su poder de convicción. Chesterton se pasó la vida refutando todos los tópicos (que es la expresión más habitual de las modernas herejías), hasta descubrirnos que el sentido común no está en lo que todos repiten, sino en lo que nadie se atreve a formular; y lo hizo divirtiéndose como un niño que destripa un reloj y luego lo recompone cambiando de sitio todas las piezas, para demostrarnos que no debemos preocuparnos por medir el tiempo, pues dentro de nosotros habita la eternidad.

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Agitadores, by Juan Manuel de Prada.

¿Hay agitadores e instigadores violentos entre los jóvenes que en estos días se congregan ante las sedes del Partido Popular? Seguramente sí, pero no creo que esta labor de agitación e instigación explique lo que está ocurriendo. Escribía Leonardo Castellani que un hombre puede conducir sin dificultad a un caballo hasta la orilla de un río; pero ni cien hombres podrían obligarlo a beber agua, si el caballo no lo desea. Si un «agitador» aprovechase la celebración de un concierto de rock para salir al escenario y exhortar a los asistentes al rezo del rosario, lo más probable sería que fuese expulsado del lugar con cajas destempladas y algún hueso quebrado; y, si por el contrario, los asistentes empezaran a rezar el rosario devotamente, concluiríamos que era esto lo que en el fondo deseaban hacer, aunque sus desnortadas e insatisfechas inquietudes espirituales los hubiesen llevado a un concierto de rock. Un agente catalizador sólo provoca la reacción deseada cuando actúa sobre los elementos que la permiten; de lo contrario, su acción es tan inútil como arar en el mar.

Y esta realidad, tan notoria y gigantesca, es la que a mi juicio se elude cuando se trata de explicar lo ocurrido en estos días, que según me temo sólo es un barrunto o anticipación a pequeña escala de lo que nos espera en los próximos años. ¿Cómo son los jóvenes que han participado en estas algaradas y manifestaciones? Víctimas de una educación que ha dado la espalda a todas las realidades espirituales, han sido formados en la exaltación del propio deseo y —bajo una abundancia creciente de bienes materiales— en los postulados del materialismo, que alcanzan su plasmación política en el llamado Estado de bienestar, que es como se llama finamente al Estados servil que avizoró Belloc; paralelamente, y en un contexto que favorece la desintegración de los lazos familiares, esos jóvenes han sido expuestos a las radiaciones de la propaganda liberal-progresista, que ha moldeado sus conciencias desde la más tierna edad con la retórica de los «derechos» y las «libertades».

Ahora contemplan perplejos cómo toda esa faramalla se derrumba: sus deseos, exaltados por consignas utópicas a la vez párvulas y miserables, se topan con una realidad cetrina; el bienestar que durante un tiempo actuó sobre sus conciencias como una morfina, impidiéndolos cultivar las virtudes que fomentan el bien-ser, se deslíe como un azucarillo en el agua; la munición de «derechos» y «libertades» con que los dotaron, convirtiéndolos en chiquilines emberrinchados, se revela ahora inservible. Y, como ocurre siempre que a la gente se le impide ahondar en las realidades espirituales, el derrumbamiento de esa faramalla los obliga a revolverse contra quienes un día se la vendieron como una mercancía inextinguible. ¿Contra todos? No, no contra todos, o no al menos con la misma intensidad; pues durante el tiempo en que duró el trampantojo, la izquierda se cuidó de imbuirles una mitología o falsa mística que favorecía sus intereses ideológicos, según la cual tales «conquistas» se habrían logrado pese a los intentos de la «derecha opresora» por desbaratarlas o entorpecerlas. Este ha sido —digámoslo así— el líquido amniótico en el que tales jóvenes han sido gestados, la leche nutricia que los ha alimentado durante años o décadas; y, llegada la hora de vomitar toda esa plétora de progresismo enfermo que ha modelado sus conciencias —con el beneplácito, todo hay que decirlo, de una derecha cada vez más pagana y dimisionaria—, dirigen su indignación contra quienes, en su imaginario maniqueo, más fácilmente pueden ser caracterizados como «opresores».

Publicado en www.abc.es


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